La muerte siempre golpea de improviso, pero esta muerte nos ha dejado atónitos. Este “nos” incluye a sus amigos, aquellos que lo amaban por lo que daba : tiempo, atención, noticias de la Madre Tierra, sonrisas, su escucha. Estamos tristes, es cierto, tristes hasta no poder mas, perdidos, incrédulos. Como él lo era el día de la muerte de su amigo Diego que le llamaba « el Peque ».
La muerte siempre golpea donde quiere. Y, en el caso, fue en Grecia, esa tierra de adopción provisional que se había elegido Marc. El 5 de junio del 2021, el squat de Rosa Nera de Chania (Creta), vaciado manu militari hacía ocho meses para dar rienda suelta a una operación inmobiliaria de hostelería, fue retomado por sus ocupantes. Un centenar en total, decididos a echar a la docena de policías que, en sus coches, bloqueaban la entrada del lugar. En un correo electrónico enviado ese día, al final de la tarde, desde Rosa Nera reconquistada, Marc, uno de los participantes, escribía : “Rosa pertenece ahora a quienes la liberaron. [... ] Ya es una gran victoria, sin destrozos ni arrestos”. Otro correo electrónico mandado pocas horas después decía : “Aquí, tras una manifestación nocturna, es fiesta ; todo el mundo es feliz. ¿Cuánto tiempo durará ?”. Para Marc, el tiempo de un suspiro de felicidad colectiva. La fiesta, la alegría y una caída : lesión craneoencefálica, hospital, reanimación. Diagnóstico : “Pronóstico vital comprometido a muy corto plazo”. Tres días más tarde, el 8 de junio, Marc había muerto. Su funeral tuvo lugar en Chania, el 10. Se cantaron A las barricadas y Bella Ciao.
Durante mucho tiempo, el bastante sedentario que soy se ha cuestionado sobre las razones que podían empujar a Marc a recorrer el mundo con tanta asiduidad. O más precisamente los lugares del globo donde algo parecía suceder, eclosionar, inventarse en el orden de la resistencia al desorden del mundo : la España del posfranquismo, el Chiapas de los últimos veinte años, Grecia por fin. Incluso le reproche en algunas conversaciones privadas su inclinación por el exotismo revolucionario, su gusto por el otro lugar, su propensión a la huida. Sonreía, Marc, como se hace cuando no conviene rectificar una incomprensión. Era así, el amigo, secreto en sus motivos íntimos pero seguro de ellos.
Dentro y fuera siempre, pero de acuerdo con sus propias inclinaciones. Su sonrisa era su manera de no quedarse corto : un hombre de concordia, en suma, que nunca hacía de sus propias decisiones de vida nómada materia a discusión. Ahora que lo pienso, la figura metafórica rimbaldiana del “hombre con suelas de viento” es la que le venía mejor. “No se es serio cuando se tiene diecisiete años”, decía también Rimbaud. La cosa queda por ver... A esa edad, Marc y yo nos conocimos en las acaloradas asambleas de los Comités de Acción de Liceos (CAL). Me viene a la memoria una de ellas más particularmente, tardía, que se celebró, a principios del año 68, en el liceo “JacquesDecour”, en el distrito 9 de París. Me acuerdo de su pinta, de su estilo negro deseo : perfecto, pantalones de cuero y santiags. La vestimenta manifestaba una manera de no parecerse más que a él, al personaje que deseaba crearse y que, según sus variaciones, siempre dominó a la perfección. En cuero, en capa larga, en poncho, en colores zapatistas, un eterno gusto por la singularidad vestimentaria, las apariencias, el look como se dice ahora. El suyo era inimitable. Con el paso del tiempo, resultaron cómodas sus variaciones vestimentarias para fechar los recuerdos. Cuando la imagen de Marc me reaparece en roquero seventies, en romántico del siglo diez y nueve, en indio iroqués, sé de qué tiempo hablo. ¿Éramos serios o no en esos años de formación a esa deriva que forjaron para tiempo nuestras utopías ? Diré que ciertamente lo éramos, a nuestra manera. Nuestro activismo se oponía tanto al militantismo sacrificial del izquierdismo militarizado como a la santa ortodoxia anarquista recluida en sus catacumbas. Éramos de un tiempo por llegar que imaginábamos liberado de las pasiones tristes. Ese fue nuestro error, pero compartido por toda una generación. A excepción de ciertos lúcidos, entre los cuales algunos soltaron el timón – el timón de sus vidas, quiero decir. Ellos, ellas, fueron nuestros suicidados del post-Mayo 68. La década del 1970 fue la de los experimentos, alegres o lamentables. Nos buscábamos en el laberinto de grupos y subgrupos surgidos de una radicalidad neo anarquista, ultraizquierdista o pro-situ que una primavera de euforia había impulsado. Nos cruzábamos más o menos regularmente en el parisino local del “79 rue Saint-Denis” que frecuentaba Marc para las reuniones del grupo “Informations correpondance ouvrières” y yo para las de Frente Libertario, órgano de la disidencia libertaria española. El bar de enfrente era como un anexo. Comíamos y bebíamos a todas horas. Era antes del final de los Halles. En la recta final. París seguía siendo París, pero su destrucción estaba en marcha. En los Halles y en la “place des Fêtes” donde, con algunos amigos, Marc había fundado un Comité de acción para organizar la resistencia al horrible proyecto de “renovación” del este barrio. Nos veíamos a menudo, en los días de protesta, en este rincón del París popular lleno de encanto que las excavadoras iban a reducir a lo que se convirtió. Al hilo de la memoria cabalgante, un recuerdo más tardío de Marc me viene a la mente : el de un tipo con larga capa negra consultando metódicamente, un domingo por la mañana, las cajas de libros de un saldista de las barcelonesas Ramblas. Lo reconocí desde lejos : una actitud, una manera de estar concentrado en la tarea que lo ocupaba. Debía ser en la primavera de 1977, en plena efervescencia de reconstrucción anarcosindicalista y libertaria después de casi cuarenta años de dictadura. Ambos estábamos del viaje. Por caminos diferentes, pero concomitantes, nuestros pasos nos habían naturalmente llevado, en este preciso momento de su historia, hacia esta vieja tierra de anarquía. Y nos alegramos de encontrarnos allí. Nuestras opiniones divergían, ciertamente, sobre la manera de hacer. Él pensaba que la antigua forma anarcosindicalista estaba anticuada. Yo no. Nuestros vínculos con la Confederación de leyendas no eran los mismos. El hombre de la larga capa negra tenía ciertamente razón. Me costó más tiempo despojarme de mis ilusiones. Su espacio mental sobrepasaba sin duda el mío ; el ámbito de sus frecuentaciones también. Sus suelas de viento le llevaban más lejos, eso es seguro. Buscaba abrir la perspectiva, emancipar la Idea de sus antiguos límites, explorar todas las novedades de un tiempo en que no faltaban. Para bien o para mal. La Barcelona libertaria dudaba, en aquella época, entre operar un retorno a las fuentes del proletariado militante o darse de cuerpo y alma a la revolución contracultural en marcha. Al fin y al cabo, el orden neocapitalista dio el escobajo, y para tiempo, terminando con el proletariado militante y mercantilizando la contracultura.
Si he insistido en el metodismo de Marc consultando las viejas ediciones de su saldista barcelonés, es porque la atención siempre singular que prestaba a los seres, a las cosas y a las situaciones destacaba, a mi juicio, de un mismo rasgo de carácter : una especie de resistencia a la dispersión, a la vaguedad, a la aproximación. Su propio fraseo entraba en el ámbito de este método, en el que la práctica de la incisa, que dominaba de manera magistral, lo descentraba muy raramente de su línea discursiva general. El juego, por supuesto, consistía en saber en qué momento el Marc iba a perder el hilo de su relato, pero nunca ocurría. Y era con la misma atención sostenida que escuchaba. En pocas palabras, este hombre de conversación y presencia practicaba su arte del intercambio sin que nada lo distrajera. Su convicción era tal que se negó, al parecer hasta el final, a dotarse de un teléfono móvil, lo que, para un apeador empedernido de espacios lejanos, era, otro signo de singularidad. Prefería, decía, viajar ligero y frecuentar los seres y los paisajes sin otra intermediación que su propia mirada. Cualquiera que haya tratado con Marc como editor tiene una idea precisa de lo que yo llamo su método. Por mi parte, tuve el honor de entrar por dos veces en el rico catálogo de Rue des Cascades [1], y conservo un recuerdo deslumbrante de su trabajo editorial. Una vez más, todo dependía de su meticulosa implicación en la fabricación de las obras que publicaba, desde la atención que prestaba a los manuscritos hasta el “listo para imprimir”.
Sería erróneo, sin embargo, imaginarlo como un anarquista demiurgo y único maestro a bordo de su balsa de libros. Gran lector, trabajador de artes gráficas y corrector de pruebas de oficio, Marc sabía probablemente mucho más sobre el objeto libro que la mayoría de los editores “pequeños” y “grandes” que honran – y más a menudo deshonran – la profesión. Marc era un hombre de redes y de amistades. Sabía, en todas cosas, ver con quién contar. Para Rue de Cascades, recibió, entre otras, la valiosa colaboración de la maquetista Angèle Soyaux – antigua cómplice de las ediciones Ludd [2] –, que fue la diseñadora de numerosas y suntuosas portadas “cascaderas”, del compaginador de talento Gilles Le Beuze, de algunos servidores voluntarios de la corrección militante y de traductores competentes que él se honraba – lo cual no suele ser común entre los “pequeños” de la edición – de pagar al justo precio de su difícil trabajo. Al final, con diecinueve títulos en catorce años en su palmarés, entre ellos tres reediciones – Malcolm Menzies, Jérôme Peignot y Georges Bataille –, Marc habrá hecho obra, como se dice con razón de una descendencia de artesanos de la bella obra que, de Guy Lévis Mano a Edmond Thomas, para no remontarse más arriba, ha mantenido lo esencial de sus prerrogativas : el amor al libro y el desprecio al negocio. Marc quería hacer hermosos libros. Veía en ello un paso político de primera importancia para resistir a la degradación del mundo. Traducido a su estilo, lo decía así : “Hay ediciones demasiado descuidadas para ser honestas”. Y es verdad.
En el catálogo de Rue des Cascades, seis títulos se inscriben en la serie de los “Libros de la selva”. Esta selva – la Selva –, es la Lacandona y Los Altos de Chiapas, que Marc descubrió tras la insurrección zapatista del 1 de enero de 1994. Magnífica en sus impulsos, su inteligencia táctica y sus capacidades de poner en movimiento a los pueblos indígenas de la región, los de abajo, la aventura chiapaneca movilizó todas las energías de Marc durante dos décadas. Fue uno de los fundadores, en enero de 1995, del Comité de solidaridad con los pueblos de Chiapas en lucha (CSPCL, París), una de cuyas particularidades fue emanciparse, desde el principio, de toda lógica tercermundista o afín, precisando, en su primer comunicado público, que la solidaridad con los municipios autónomos zapatistas exigía ante todo “escuchar la palabra de las compañeras y compañeros y decir la nuestra : crear aquí ese espíritu zapatista tan querido por nosotros y recrear verdaderas comunidades de lucha. La solidaridad será, pues, también práctica, es decir, uniendo nuestra rebelión a la suya, o no será”. Realizó Marc una decena de estancias, algunas de ellas largas, en Chiapas y en el estado de Oaxaca. Allí mantuvo lazos de amistad indefectibles. Aquí desempeñó un papel de transmisor indispensable. Cuando Marc contaba Chiapas, estrellas le brillaban en los ojos. Le ocurría, por supuesto, temer también que el neo zapatismo, sobre todo en su forma internacionalizada, acabara por convertirse en una enésima ideología, pero también se tranquilizaba rápidamente retomando la célebre frase del EZLN : “El zapatismo no es, no existe. Sirve solamente como sirven los puentes, para pasar de un lado a otro”. Los puentes, los amaba, Marc, y los pasos también. No cabe duda de que lo que la atrajo, en primer lugar, en esta aventura chiapaneca siempre viva tenía que ver con su poder poético, con la “re-recordación” benjaminiana de las temporalidades de la revuelta que ella operaba, con su gusto por lo simbólico y la música, con la idea de que todo movimiento revolucionario lleva a cuestas, para parafrasear a Durruti, “un mundo nuevo en su corazón”. Este momento zapatista puso en el orden del día, entre otros temas, la cuestión del rechazo de la conquista del poder estatal, la de la autodisolución de las vanguardias, la de la democracia directa basada en una práctica milenaria de las comunidades indias, la de una interacción finalmente posible entre las tradiciones de los pueblos de Chiapas y la contemporaneidad militante, la de la reivindicación de la memoria de los vencidos contra el presente perpetuo del absolutismo capitalista. El sitio web de Marc – “La voie du jaguar” – lo atestigua. Esperemos que la antorcha sea retomada. Para Marc, este movimiento de reapropiación de la historia por parte de los de abajo hacia prueba que, en la memoria de los pueblos, los vencidos siguen cada vez más vivos que los vencedores. De esta memoria se hizo el llevador incansable, esencial, nunca hastiado. Por su honor.
En cada uno de sus retornos de regiones más o menos lejanas, Marc volvía con placer a este París donde había nacido. Lo veía, ciertamente, cada vez más desfigurado, pero nuestras memorias compartidas le devolvían su esplendor, su guasa, sus humildes, sus extranjeros, su apetencia por el motín. Sé que a veces, solitario y de noche, vagabundeaba por la ciudad con esa incomparable elegancia que se había formado. También sé que era un hombre que poco se expresaba sobre sí mismo, sus secretos, sus tristezas y sus penas. Por fin sé que sabía cómo apartarlas detrás de esa sonrisa que le daba un aire encantador. Alrededor del cincuentenario de mayo del 68, habíamos tenido, él y yo – yo más que él, por decir verdad –, la intención de hacer, con base a los cuadernos de su padre (Jacques Tomsin, 1922-1970) que poseía, una especie de retrato cruzado de cómo padre e hijo habían vivido, como ex militante libertario para uno, como joven anarquista para el otro, ese momento fundador de una vida. El trabajo debía consistir, en mi mente, en confrontar a Marc con los escritos de su padre – entonces profesor de literatura en la universidad de Poitiers y miembro del principal sindicato de docentes adheridos al movimiento –, intentando ahondar la cuestión de la transmisión libertaria en el seno de una familia, problemática que, por mi propia historia, no me era extraña. Rápidamente sentí que Marc se resistía a mi propuesta, que no se sentía, por entonces, capaz de asumirla. “Más tarde, me dijo, más tarde, quizás”. Con ese aire melancólico que tanto dice sobre los seres secretos que el vagabundeo habita sirviéndoles de brújula interior. Sabía que Marc escribía para él en sus agendas de broche, siempre los mismos desde que nos conocíamos y, más aún, en cuadernos de viaje que traía de sus peregrinaciones y que fundaban su memoria tan precisa de las situaciones que había atravesado. Pero – y nunca entendí realmente por qué –, Marc, que tenía los medios y por seguro los dotes, siempre se mantuvo alejado de la escritura. Decía que era por pereza, lo que nunca me creí. Queda la hipótesis que me viene al final de esta evocación del amigo desaparecido, y que entrego así, de improviso : el libro de Marc, es su vida, una vida llena de combates, de encuentros, de amores, de textos que nos ha dado a leer, de aventuras inciertas, de alegrías compartidas, de andanzas y de gratitudes. El resto es cosa de la posteridad, y no le importaba la posteridad. Sí : Marc era la vida misma, la que no espera nada más que una mano que se tiende y que se agarra en Chania, un 5 de junio del año 2021. Porque las luchas parcialmente ganadas contra el desorden del mundo son como tantas pruebas que no hemos desmerecido.
Es hora de cerrar. Siempre viene un tiempo, después de lo irremediable, donde, neta como la hoja de la espada, se impone la constatación : tanto nos amamos que no era preciso decírnoslo. Solo queda, ahora, lavarse la mirada de la desgracia de la ausencia del amigo. Y es necesario. Para seguir buscando la inaccesible estrella. ¡Hasta siempre, compañero !
Freddy GÓMEZ
Paris, 21 de junio de 2021